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¿EXISTE UN CUADRO MÁS AMPLIO QUE NO LLEGO A VER?
¿Alguna vez, cuando niño, trabajaste con una de esas ilustraciones para colorear siguiendo los números? ¿Recuerdas que cada pedacito se pintaba con el color designado por el número que marcaba ese espacio? Por ejemplo: todos los espacios marcados con un tres debían ser anaranjados. Si observabas la ilustración del modelo, para ver cómo era ese sector, quizá se trataba de la sombra de un árbol. Entonces pensabas: “No, no puede ser. Las sombras son grises o negras; ¡hasta pueden ser azul oscuro o púrpura, pero nunca anaranjadas!” Sin embargo, el espacio estaba marcado con un tres y el tres significaba anaranjado, así que lo coloreabas, aun seguro de que se trataba de un error. Aunque trabajabas a conciencia, después de haber llenado muchos espacios no lograbas aún discernir un cuadro; eran sólo manchas de color al azar. Pero al continuar pintando, esas diminutas manchas se ordenaban mágicamente, para convertirse en brillos y matices. Por fin emergían las imágenes y formaban un cuadro con significado, con puntos de luz en zonas de sombra y rastros de oscuridad en las zonas de luz. Ya no se veían los espacios por separado, porque el efecto general borraba los detalles.
Cada vida individual se parece mucho a eso: un montaje de hechos, emociones y pensamientos que se van desplegando, cada uno con su propia cualidad o color. Tomados en conjunto, esos fragmentos forman el diseño representativo de la vida que vivimos. Sin embargo, ese diseño no es visible mientras estamos atareados en vivirla. En cierta ocasión, una paciente inquirió: “¿Cómo se puede ver la propia vida mientras se está en ella?” Adoptó la pose de una figura inmovilizada en un cuadro y luego estiró el cuello para ver en un plano la composición de la que formaba parte. Ver todo el cuadro era imposible, por supuesto.
Esta falta de perspectiva, de distancia con respecto a los hechos de nuestra vida, nos obliga a conjeturar sobre la marcha, el valor y el significado que puedan tener. Por lo general basamos nuestra evaluación de lo que ocurre en lo que sentimos mientras sucede, según estemos cómodos o a disgusto, contentos o insatisfechos, felices o deprimidos. Cuando la vida que llevamos se despliega tal como esperábamos, suponemos que estamos haciendo bien las cosas. Si se presentan acontecimientos perturbadores o sensaciones que no esperábamos, pensamos: “No, esto no marcha bien. Se supone que no debo vivir así. Tiene que haber un error”. A veces, cuando reflexionamos sobre problemas pasados, logramos entender de qué modo nos ayudaron a desarrollar nuestro actual plano de entendimiento y autoconciencia. Puede que su significado aún permanezca oculto a nuestra vista, en un conjunto más grande que hasta puede abarcar otras existencias.
UN CASO DE ADICCIÓN SEXUAL
Jerry, que tenía treinta y dos años y ya se había divorciado dos veces, estaba en el apartamento donde vivía solo, batallando con una gripe virulenta. Mientras tanto, la compañía para la cual trabajaba estaba en proceso de absorción por parte de una gran empresa. Cuando la fiebre no lo abrumaba, Jerry se preguntaba si no lo dejarían a un lado durante la reorganización que se producía en su ausencia. Día y noche mantenía el televisor encendido, para que lo distrajera de sus preocupaciones por el trabajo y las mujeres.
Su nuevo romance había terminado en un desastre: la última de una larga serie de amantes, ninguna de las cuales llegaba a los veinte años, se negaba a verlo porque él había fallado varias veces al hacer el amor. Aunque no era, por cierto, la primera vez que le sucedía algo así, nunca le había ocurrido tan al comienzo de una relación. Jerry empezaba a asustarse. Hasta entonces siempre había podido culpar del fracaso a su compañera. Lo achacaba a algo que ella hubiera dicho o hecho, a que la chica no lo atraía, a fin de cuentas. Pero esas racionalizaciones ya no daban resultado. Descubrió que sólo podía hacer el amor a fuerza de fantasías. No toleraba que su compañera hablase ni que lo distrajera de ningún modo durante el acto sexual. Las muchachas que imaginaba en sus fantasías no tenían rostro y eran cada vez más jóvenes.
A promediar la tarde, un locutor de la televisión anunció un programa sobare hombres víctimas de incesto. Fastidiado, Jerry buscó el control remoto para cambiar de canal, olvidando que lo había olvidado en la cocina por descuido. Se estremeció por un ataque de escalofríos, abandonó la búsqueda y se enterró entre las mantas, mientras un psicoterapeuta, en el televisor, describía la frecuencia con que los niños varones sufren abusos sexuales por parte de sus propios familiares. El terapeuta relacionaba estas experiencias con posteriores problemas para establecer relaciones íntimas y sexuales. Jerry, demasiado débil para levantarse, se irritaba cada vez más con el programa.
Mientras tanto, en la pantalla apareció la silueta de un hombre que describió su propia violación, a la edad de diez años, por parte de un hermano mayor alcoholizado; luego comentó que, a lo largo de toda su vida, había sido incapaz de asociar el acto sexual con sentimientos de amor. Habló de su adicción a la pornografía y sus varios fracasos matrimoniales. Por fin Jerry se arrastró por la habitación, pasando junto a la cómoda llena de revistas con desnudos y videos sobre sexo, para apagar manualmente el televisor. Volvió a la cama; el cuarto estaba silencioso por primera vez en todos los días que llevaba enfermo. Cuando por fin se quedó dormido, soñó con un niño vejado tal y como el hombre lo había descrito; pero el niño era Jerry en su infancia y el violador, el hombre presentado a contraluz.
Al terminar la semana Jerry volvió al trabajo; aunque todavía no estaba plenamente recuperado, temía perder el empleo si prolongaba su ausencia. Aún tenía el estómago tan revuelto que no se atrevió a entrar en un bar a la salida del trabajo, como solía hacerlo. Los efectos entumecedores del alcohol le hacían más falta que nunca, porque el sueño del niño y el hombre a contraluz lo acosaba, surgiendo en su conciencia varias veces al día. En cada oportunidad volvía a provocarle escalofríos y náuseas.
El sábado, en el lavadero de autos, conoció a una muchacha y la convenció de que lo siguiera con su coche hasta el apartamento. Cuando trató de hacerle el amor, la visión apareció súbitamente de nuevo y lo echó todo a perder. La jovencita se vistió en silencio, pero al salir del apartamento comentó, no sin amabilidad, que quizá le conviniera buscar ayuda profesional. Lo que hizo Jerry, que aún no podía beber, fue calmar su malestar con una visita a una librería pornográfica, en las afueras de la ciudad.
Esa noche Jerry volvió a tener el mismo sueño; de pronto, sin que la cara del niño dejara de ser la suya a esa edad, el rostro del violador se convirtió también en el suyo, en versión adulta. Despertó y se sirvió una copa, a pesar de las náuseas. Mientras tanto, la visión persistía, acompañada por fuertes sensaciones sexuales. Se descubrió fantaseando que copulaba con una criatura, una criatura silenciosa y dócil, que no podía saber si él era impotente o no. Por fin, cuando todas las sensaciones sexuales se agotaron, Jerry se encontró en el baño, vomitando una y otra vez.
Después de eso no se atrevió a dormir, temeroso del rumbo que podían tomar sus sueños. Lo aterrorizaba no poder calmarse con sexo ni alcohol. Cuando por fin amaneció, largas y penosas horas después, Jerry estaba dispuesto a buscar ayuda. Después del último divorcio, un compañero de trabajo comprensivo le había recomendado un terapeuta; Jerry lo llamó por teléfono, casi deseando que, por ser domingo, no hubiera nadie para atenderlo. Cuando el servicio de contestador le dio una cita para la tarde siguiente, se consoló al pensar que, si la terapia no le servía, siempre podía matarse. La idea no era nueva, por cierto.
Durante la primera entrevista el terapeuta averiguó, mediante un cuidadoso interrogatorio, que Jerry tenía dificultades con el alcohol y le impuso la abstinencia como condición para la terapia. Jerry accedió, sorprendido por su propia reacción de alivio.
En la segunda sesión, como ya confiaba en el terapeuta, pudo describirle la visión que lo acosaba. En poco tiempo admitió su obsesión con las fantasías sexuales y su necesidad de compañeras cada vez más jóvenes y más anónimas. Por sugerencia del terapeuta, inició un programa grupal de doce pasos para adictos al sexo. Allí encontró la ayuda necesaria para no ceder a su adicción sexual.
En la terapia, mientras tanto, iba reconstruyendo su propia historia de abuso sexual, suprimida y negada. Había ocurrido a lo largo de un período de muchos meses, a manos de un tío paterno que, tras volver de Vietnam, vivía en la casa familiar. Ese tío, que jamás se recobró emocionalmente después de participar en la guerra, se mudó más adelante a una casa de pensión, donde pocos meses después se mató de un disparo. Una parte significativa del trauma de Jerry se vinculaba con la muerte violenta de su tío, muerte que, en su infancia, estaba seguro de haber provocado por desearla con tanto ardor.
Recordar y revivir las experiencias de ese dificilísimo período requirió todo el coraje y la perseverancia de Jerry. Por fin sacaba del exilio las partes eslabonadas de sus cuerpos físico, emocional y mental, destrozadas tantos años antes por los ataques del tío, enérgicamente congeladas y anestesiadas desde entonces. Jerry necesitaba “remembrar” y “reincorporar” estas partes congeladas y rechazadas de sí mismo y de su experiencia.
Es interesante apuntar que las raíces de “remembrar” y “reincorporar” se refieren a los miembros y al cuerpo mismo. “Re-membrar” es poner nuevamente una parte del cuerpo perdida o separada; “re-incorporar”, reponer en el cuerpo una parte que ha sido dejada afuera o rechazada. El uso común de estas palabras indica que el proceso de olvidar o negar nos afecta de una manera física. Se pierde o distorsiona algo vital para el funcionamiento del cuerpo físico. Yo sugeriría que este efecto se precipita por el daño producido en los cuerpos mental y emocional, más sutiles, donde se presentan los bloqueos y las disonancias de energía. Es preciso atender las lesiones de estos cuerpos sutiles a fin de restaurar el funcionamiento físico saludable. Cuando Jerry pudo permitir que estas partes negadas de sí mismo –sus experiencias, las emociones y pensamientos relacionados- volvieran a la conciencia, estas empezaron a perder su capacidad de inutilizar y corromper.
LAS RAÍCES DE LA VICTIMACIÓN EN EL PASADO
Pensemos por un momento en Jerry, el adulto que, antes de someterse a terapia, dependía cada vez más de experiencias sexuales impersonales, necesitaba el estímulo de la fantasía o revistas y videos explícitos, requería de compañeras cada vez más jóvenes para encuentros cada vez más anónimos y estaba cayendo en un patrón de compulsiones y perversiones.
Pensemos ahora en el pequeño Jerry, sexualmente sometido a los cuatro años por un tío profundamente perturbado.
Puede parecer que estamos hablando de dos personas por completo distintas: un niño inocente que despierta nuestra simpatía y un adulto responsable por el cual sentimos aversión. Y Jerry, en vías de recuperación, es una tercera persona que lucha valerosamente para aceptar su explotación sexual cuando niño y admitir su conducta sexual explotadora cuando adulto.
Ya podemos ver que han existido varios Jerry en una misma vida, cada uno de los cuales contribuyó al desarrollo del siguiente. Reconocido esto, ¿podemos imaginar la existencia de Jerry en otros períodos históricos y oros cuerpos físicos? Pongamos el ser esencial que conforma el Jerry actual en un continuo que abarque numerosas vidas, como hombre y como mujer, y que incluya, entre muchos otros, los papeles de víctima y victimario, así como el de quien aprende mediante la incorporación de ambas experiencias: la de víctima y la de victimario, así como el de quien aprende mediante la incorporación de ambas experiencias: la de víctima y la de victimario. Al hacer esto, las emociones que nos inspiran los diversos Jerry se van neutralizando en forma gradual. La reacción crítica contra el adulto y la actitud compasiva hacia el niño ceden paso a una apreciación del cuadro más amplio. Desde esta perspectiva aparada es posible comenzar a entender por qué Jerry, niño inocente, tuvo que sufrir ese trauma sexual.
LA EVOLUCIÓN DE LA CONCIENCIA HUMANA
Encarnamos en el plano terrestre a fin de expandir nuestra conciencia. Esto se produce mediante muchas experiencias a lo largo de muchas vidas. Lo cierto es que todos sufrimos maltrato, sexual y de cualquier otra clase, en algún punto de nuestro propio desarrollo evolutivo… y cada uno, a su vez, inflige esos mismos maltratos. En último término, para cada uno es necesario, en el desarrollo de su propia conciencia, experimentarlo todo. Nuestra larga serie de encarnaciones físicas no se inicia con una conciencia desarrollada, dedicada a los principios humanos más elevados. Debemos forjarnos el camino a lo largo de muchas encarnaciones, antes de que el cuerpo y la personalidad se conviertan, por fin, en las herramientas disciplinadas y bien dispuestas de la mente superior o alma, antes de que podamos emplearlos a conciencia para ayudar al prójimo.
El viaje es largo. Al principio, los instintos animales, los impulsos y apetitos gobiernan nuestra existencia. Aunque en esta primera etapa podemos infligir un gran daño, aún no somos realmente capaces de malignidad, no más que el león cuando acecha a su presa. Como el león, nos limitamos a seguir nuestra naturaleza animal. Pero al reunir una experiencia mayor aprendemos, crecemos, se desarrolla nuestra conciencia y lo mismo ocurre con nuestra posibilidad de elegir.
En un sentido espiritual, la principal diferencia entre el reino animal y el nuestro es nuestra capacidad, mucho mayor y en constante desarrollo, de elegir en forma consciente. Sin embargo, esta capacidad no evoluciona ni se desarrolla por igual entre todos los miembros de la especie humana al mismo tiempo. Iniciamos nuestro ciclo evolutivo en diferentes tiempos y progresamos a diferente velocidad. Pero mientras cada uno de nosotros no esté lo suficientemente avanzado, los instintos y los impulsos de nuestro cuerpo, actuando como los de cualquier animal, efectuarán muchas de estas elecciones en nuestro nombre.
Cierta vez tuve un paciente cuya conducta impulsiva y agresiva le había causado problemas con la policía. Ahora le esperaba la cárcel: mientras bebía en un bar empujó a un hombre que, al caer, se golpeó la cabeza y murió. Mi joven paciente tenía mucha más fuerza bruta que la que podían manejar sin peligro sus emociones primitivas y su poco desarrollado intelecto. Libre de malicia, pero completamente sometido al vaivén de los apetitos físicos y los impulsos emocionales, era obviamente lo que se denomina “alma joven”, y luchaba por aprender los principios más básicos del autodominio. Aun cuando sus actos provocaran la muerte de una persona, como el Jenny de Steinbeck en Of Mice and Men, no irradiaba maldad, sino una especie de desventurada inocencia infantil.
Todos nos iniciamos como “almas jóvenes”; al frente se extiende el largo viaje hacia una plena conciencia humana. Esotéricamente se nos conoce, en esta temprana etapa, como “humanidad infantil”. Al igual que los niños, estamos en las primeras etapas del desarrollo físico, emocional y mental. También como ellos, nuestras primeras exploraciones del mundo físico se ven limitadas, en gran medida, por el grado de dolor que podamos tolerar en nuestro propio cuerpo. Nuestra capacidad de empatía se va desarrollando, a lo largo de milenios de sufrir e infligir sufrimiento, por turnos. Hasta que se desarrolla esa capacidad, lo único que nos impide hacer daño a otros es la posibilidad del castigo. Como los niños que van madurando, debemos evolucionar en conciencia hasta que las restricciones de nuestra conducta sean más internas que externas.
Los niños suelen ser crueles entre sí y para con animales e insectos, a menos que sean sometidos a restricciones o reciban una cuidadosa enseñanza; pero el motivo real es que están progresando por una temprana etapa de desarrollo en su propia evolución de conciencia. Lo que parece expresión de crueldad a la conciencia madura de un adulto es, en muchos niños, simple curiosidad no entibiada por la compasión. Es interesante apuntar que John Muir y Joseph Word Krutch, dos grandes naturalistas, citan en sus autobiografías que en su niñez solían tratar con crueldad a los animales.
Hacia los veintiún años, en general, somos lo bastante maduros como para expresar el nivel de conciencia que nos han impartido las experiencias de vidas previas, cualquiera sea. Este nivel de conciencia varía mucho entre un individuo y oro, según lo que haya sido alcanzado durante las encarnaciones previas. Por ejemplo: la consideración de un individuo por la soberanía física, emocional y mental de otro ser humano no se puede inculcar, simplemente, mediante una educación que ponga énfasis en los conceptos humanitarios. La misma palabra “educación”deriva de educere, traer a la superficie algo que ya está allí. A menos que la persona haya alcanzado ya esa capacidad de respeto, a través de las experiencias de otras vidas, la educación no puede despertarla.
CÓMO DISEÑAMOS UNA ENCARNACIÓN
Toda encarnación tiene raíces en lo que ha sucedido en el pasado, pero sobre todo en el episodio inmediatamente anterior en la vida terrestre. A través de nuestras incontables encarnaciones tempranas, el principal propósito de nuestra existencia aquí es acumular experiencia del plano físico. Más adelante asumimos encarnaciones a fin de comprender y, en caso necesario, curar lo que se ha experimentado,
Cada vez que, al morir, abandonamos el cuerpo físico, se produce una revisión de la vida recién terminada. Aquellos que han sufrido experiencias de muerte momentánea describen esta revisión de la vida como un repaso objetivo, libre de los dictados de la personalidad. De esta manera, podemos identificar con la ayuda de nuestros Guías, que generalmente son nuestras propias encarnaciones terminadas actuando bajo la dirección de nuestra alma, aquello q lo que más deberemos dedicarnos a continuación. Se nos ayuda a aislar los tres factores condicionantes principales que definirán la esencia de nuestra encarnación siguiente. Establecemos las circunstancias necesarias para la próxima misión y concebimos el diseño del vehículo físico, astral y mental con el cual la ejecutaremos. Esto es como decidir, al terminar un año lectivo, qué cursos elegiremos cuando volvamos a los estudios y a asegurarnos de disponer el equipo necesario.
El primero de estos factores condicionantes es la naturaleza del ambiente físico en el cual encarnaremos a continuación. Todos reconoce os que la cultura general, el medio social y la posición, las aficiones y las actividades de la familia en la que nacemos ejercen una poderosa influencia sobre nuestro desarrollo. También, si entendemos que este campo de experiencia se eligen antes de la encarnación, porque proporciona el fundamente requerido para las tareas que nos hemos fijado, comprenderemos que no hemos sido víctimas ni favoritos del Destino. Por lo contrario, estamos en el medio requerido para dirigirnos hacia las metas de esta encarnación.
El segundo factor determinante es el grado de refinamiento y los puntos fuertes y débiles del cuerpo físico. Esotéricamente se enseña que el factor más kármico de toda encarnación es el cuerpo físico y la parte más kármica del cuerpo físico, su sistema nervioso. Elegimos el cuerpo que se adecue mejor al trabajo de cada vida. El sistema nervioso de cada uno, que nos hace interpretar el mundo de un modo propio y característico, estructura profundamente cada una de nuestras experiencias y, por lo tanto, nuestra visión general de la vida. Las habilidades naturales determinan nuestr
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